La mañana posterior a la visita al mercado de pescado de Tsukiji fue bastante dura. Después de haber madrugado mucho, dormido en un manga cafe y con nuestras maletas en una consigna del metro, no nos quedaba más remedio que hacer tiempo antes de poder entrar en el hotel. Demasiadas horas y mucho cansancio, así que nos fuimos a uno de los pocos sitios en el que había suficiente ruido como para que no nos quedáramos dormidos: el salón de juegos de SEGA de Ikebukuro, donde tuvimos nuestro primer contacto con el Pachinko, el juego favorito de Japón.
No había mucho barullo a aquellas tempranas horas de la mañana. Tan sólo algún crío en uniforme de instituto jugando al (por lo que parece) adictivo World Club Champion Football, una mezcla de cartas y videojuego. Quizá si hubiera sabido japonés me hubiera animado a preguntarle “¿Qué haces aquí si tendrías que estar en clase?”, pero inmediatamente recordé que la tradición de mis tiempos era pasar mucho tiempo en los ya desaparecidos billares y, en el fondo, me congratulé de que se mantuvieran algunas «buenas» costumbres sociales de aquellos años.
Ahí fue donde tuve mi primer contacto serio con el Pachinko. El Pachinko era una máquina que, hasta aquel día, me había resultado incomprensible, pero que veía por centenares en salones de juego de todo Japón.
Al principio, echamos una monedita, por probar y matar el tiempo. El juego del Pachinko es sencillo, aunque tardas un poco en cogerle el truco. Consiste en una serie de bolas pequeñas metálicas que salen disparadas dentro de un recorrido definido dentro de la máquina y que, después de rebotar en varios obstáculos, tienen que caer dentro de un diminuto agujero.
Esa primera parte del juego del Pachinko tiene algo en común con las máquinas de pinball. Es decir, tú lanzas una bola, decides la fuerza y ésta va rebotando por la máquina hasta llegar hasta la parte inferior. La diferencia es que, una vez abajo, no tienes manera de devolverla arriba, con lo que si cae en el agujero, muy bien, pero si no cae, tienes que probar suerte con la siguiente.
Para lanzar la bola en el Pachinko hay una especie de pomo que tienes que girar. Dependiendo de si lo giras mucho o poco, la bola va más o menos fuerte. Lo ideal es encontrar el punto óptimo con un poco de práctica. Las primeras veces, giraba el pomo cada vez que quería lanzar una bola, pero pronto me di cuenta de que si mantenías el pomo girado, las bolas del Pachinko iban saliendo de una en una a una velocidad tremenda y generando un ruido ensordecedor. De repente, cuando una bola se colaba en el agujero principal, se iluminaba una pantalla que ocupaba la parte central de la máquina y ponía en marcha destellos brillantes, escenas de dibujos animados y música a todo volumen al más puro estilo tragaperras psicodélico. Ahí había que pulsar unos botones… a saber cuáles, ya que todo estaba en japonés, y se seguía jugando.
Al final, en la segunda partida de Pachinko, parece que encontré el truco, porque se prolongó por más de 10 minutos, dado que cada vez que metías una bola te daban unas cuantas más de bonus. Curioso, divertido… incluso adictivo. No me extraña que muchos japoneses se pasen horas jugando a estas máquinas tremendamente ruidosas.
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