Entrar en el bar equivocado

¿Sabéis ese momento en el que acabais de entrar en un bar e inmediatamente os dais cuenta de que no deberíais estar ahí? Una tarde, en Praga, me apetece una cerveza y entro en un antro en una esquina a cien metros de mi hotel. Nada más abrir la puerta me doy cuenta de que pinto allí menos que un perro verde.

Un bar diminuto, cuatro o cinco parroquianos que no abren la boca ni se dirigen la palabra, no se oye más que la música de fondo, una neblina de humo que riete de Londres. Se me quedan mirando al entrar y me acerco a la barra para pedirle a la camarera una cerveza. Dudo que entienda ingles, pero como le señalo el vaso grande me irve y me cobra.

Miro la pared: un banderín del Slavia, hasta ahí, todo normal. Al lado, un calendario gigante mostrando la parte trasera de una señorita tal y como la trajeron al mundo. Al otro lado, un cartel que pone en alemán y checo «Prohibido hablar de política». Detras de la barra, un frigorifico con botellas enormes de licores varios y, al otro lado, un corcho con un collage de fotografías de porno duro.

Me autoimpongo no mirar a ninguno de los abatidos parroquianos y concentrarme en la cerveza, pero la vista se me va al vecino de taburete. No se da cuenta o hace como que no le importa, mientras mantiene la mirada fija al fondo de la barra. Cuatro minutos despues, he vaciado la jarra de medio litro de mi excepcional Staropramen y, aparentando serenidad, susurro un «thank you, bye» y salgo por la puerta aparentando que me queda algo de dignidad entre toneladas de canguelo, con la impresión de que me he tenido un shock cultural en toda regla. Pocas veces me he bebido tanta cerveza tan rápidamente.

Durante esos cuatro minutos, nadie en el bar ha pronunciado una sola palabra.

Algo me hace pensar que, por un momento de mi vida, he vivido en un documental de National Geographic.

Si tenéis curiosidad por visitarlo, lo encontraréis en la esquina de las calles Zitna y Krakovska, a unos 400 metros del céntrico bulevar de Vaclavske. La experiencia tiene más «gracia» si se va solo.


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No era la primera vez que pasaba por una situación similar. En la ciudad danesa de Helsingor -o Elsinor en español, situada a unos 40 kilómetros al norte de Copenhague y a unos cuatro o cinco kilómetros frente a la costa sueca- se estaba celebrando en el verano de 2003 una reunión de ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Europea en la que me tocó ser el anfitrión local de varios periodistas que venían de la delegación de Bruselas del medio para el que estaba colaborando en aquella fecha.

Una vez acabada la reunión, nos dirigimos a tomar unas cervezas y a relajarnos al centro del pueblo, acabando en un bar de aspecto tradicional situado a escasos metros de la estación de ferrocarril. Nos hicimos un hueco en una mesa vacía al fondo del local y, antes de que nos hubiera dado tiempo a pedir algo, se nos acercó un tipo bastante malencarado para recordarnos que allí no les gustaba la gente de negocios y que nos aconsejaba que nos marcháramos para evitar que «alguien» pudiera tener algún problema con nosotros.

Inmediatamente comprendimos que, lo más probable, era que ese «alguien» con quien nos auguraba problemas era muy probablemente él mismo y decidimos que lo más razonable era desmontar el campamento y desplazarnos a otro lugar donde nuestras cervezas fueran servidas con algo menos de recelo. Nuestra salida fue «jaleada» por otros parroquianos del local, dando fe que, efectivamente, no éramos especialmente bienvenidos.

Bares del mundo, qué lugares…

Visitar los bares y cafés locales es una excelente forma de conocer la cultura popular de una determinada ciudad y, en algunos lugares, también de entrar en contacto con costumbres e individuos locales. Pero, en circunstancias muy puntuales, podemos encontrarnos con que el bar que hemos elegido es el punto de reunión de un colectivo muy cerrado al que no le hace gracia recibir visitantes extraños o que alguno de los allí presentes, alcoholizado o no, esté dispuesto a tener problemas con nosotros.

Recordemos una escena de la película Trainspotting: Un turista llega a un bar de Edimburgo (no os perdais nuestra guia de esta ciudad, por cierto) donde se han reunido los pequeños delincuentes que protagonizan la película y pide permiso al dueño para usar el cuarto de baño. Inmediatamente, los delicuentes locales se meten al baño tras él y, después de una soberana paliza, aparece el dueño del bar luciendo el abrigo del turista y los asaltantes repartiéndose el botín.

Entrar en un bar equivocado es algo que nos puede pasar a todos en cualquier momento y, en ese caso, hay que saber gestionarlo. Los sitios donde se mueve alcohol pueden ser bastante peligrosos dependiendo de quién los frecuente y hay que tener mucho cuidado con hacerse el héroe.

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