Nuestro penúltimo día en Tokio fue bastante duro. Dormimos unas horas en un manga cafe, madrugamos muchísimo para llegar a tiempo de visitar el mercado de pescado de Tsukiji e intentamos mantenernos despiertos la mañana siguiente con el ruido de los salones recreativos y los pachinkos.
Por fin, a las cuatro de la tarde después de haber estado vueltas por Tokio desde hacía doce horas, pudimos entrar al hotel cápsula que habíamos elegido para pasar nuestra última noche en la ciudad: el anexo al Hotel Nihonbashi Villa, junto a la estación de la JR de Bakurocho.
El hotel cápsula es también una experiencia típica japonesa para viajeros de bajo coste y no queríamos irnos sin probar uno. El concepto es similar al de los dormitorios colectivos de los albergues, pero mucho más confortable. En nuestro caso, nos dieron acceso a una sala donde había cabinas con una estética más propia de una película espacial de los años 70 que de un hotel normal, pero muy práctica.
Las cabinas o cápsulas son como literas, con un colchón que ocupa todos el espacio, pero están cerradas con paredes por tres lados y con una cortina de tela fuerte que sirve también de puerta de entrada y salida por el otro.
Dentro de la cápsula, aparte de un colchón mucho más cómodo que el de cualquier albergue, hay televisión, hilo musical y despertador individual, con lo que el confort es mucho mayor. Simplemente, basta con cerrar la cortina de entrada para disfrutar de intimidad dentro de la cápsula y que nadie pueda ver lo que estás haciendo.
Los hoteles cápsula suelen ser bastante más baratos que los hoteles habituales y más cómodos que los albergues, aunque es verdad que se pierde en privacidad.
Otro punto destacable, también, es que varios de los hoteles cápsula de Tokio que vimos eran únicamente para hombres, no permitiendo alojarse a las mujeres. Quizá pensando en gente a la que se le haga tarde en el trabajo y tenga que quedarse inesperadamente en uno de éstos establecimientos. A esta idea contribuye el hecho de que nos habían dejado un pijama en nuestra taquilla, algo que no suele ser en absoluto habitual en los hoteles del mundo.
No pudimos más. Acabamos la tarde en nuestra cómoda cápsula durmiendo una siesta larga y reparadora, sin levantarnos siquiera para ver el anochecer desde lo alto del rascacielos del edificio Roppongi Hills –una preciosa vista, pero para la que hay que pagar una entrada de unos 15 euros al cambio-.
Y, como todo tiene algo de circular, quisimos que nuestra última cena fuera en el mismo lugar y de la misma manera que la de aquella primera noche de desafío al jetlag durante nuestro viaje a Tokio.
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