La eterna lucha por el reposabrazos

De vez en cuando, en los transportes públicos te encuentras vecinos de asiento curiosos. Con la mayor parte de ellos no compartirás ni una sola palabra durante el viaje, pero con algunos de ellos hablarás, ligarás, cotillearás y serás cotilleado en tus lecturas o trasteo con el ordenador o te pelearás por el espacio. Ésta es la historia de un vuelo, una pelea y las conclusiones que saqué de ella.

Era un vuelo largo en una de esas compañías del Golfo que tienen fama de cómodas, aunque -en realidad- por mucho glamour emiratí que desprendan o pantallas que te pongan, las ocho horas encerrado en el cubículo invisible de tu asiento y alrededores no te las quita nadie. Tenía a mi derecha a un señor mayor, de apariencia muy normal, que parecía ir solo. Una de esas personas con aspecto de sobrio abuelito encantador, pero más perdido en un Boeing que un pingüino en un garaje.

El abuelo me llamó la atención. Me preguntaba a mí mismo a dónde y para qué viajaría solo un señor tan mayor y quién estaría esperándole en el aeropuerto. Después de chapurrear con él al verle manejar el cinturón de seguridad, la manta y los cascos y de ver cómo intentaba entenderse con las azafatas, empecé a temer por que llegara correctamente a su destino final tras la escala en Dubai. Curiosamente, fui incapaz de comunicarme con él en español, inglés y portugués de Coimbra, pero la combinación de los tres idiomas sin orden ni concierto resultó notablemente esclarecedora.

Me encontré así con un abuelo portugués que volvía a la ciudad que le había acogido durante muchos años en Australia después de un retorno a su Portugal natal y que, para mi tranquilidad, no viajaba sólo sino que a su hija le había tocado otro lugar en la gran lotería de asientos de los últimos minutos del embarque. Me dio cierta ternura verle utilizar una única palabra en inglés para pedirle a la azafata un plato que no había en el menú del vuelo, cabrearse al probar la ensalada de pasta porque «tá friu» y verle durante cinco minutos pegándole golpecitos con el dedo a la complicadísima pantalla táctil sin ser capaz de poner un entretenimiento medianamente interesante. Y, claro, pensé que el viaje de este hombre que me hablaba de los tiempos mozos en los que había trabajado en la siderurgia de Avilés a Sidney, Brisbane o Melbourne se le iba a hacer eterno.

Sugería, incluso, cierto cariño verle el detalle elegante de ponerse su sombrero verde de fieltro típico de abuelo al comenzar el desembarco en la escala de Dubai. Parecía un buen hombre, de esos que te inspiran buenos sentimientos.

Un buen hombre, definitivamente, pese a no respetar algunas de las más mínimas normas elementales de la etiqueta en vuelo. Y es que, el muy cabronazo, se apropió del reposabrazos en cuanto subió al avión y, si me descuidaba, osaba traspasarlo a su libre albedrío sin ningún miedo a plantarme el codo en las costillas. Desde aquel momento, fueron ocho horas de pelea constante por el reposabrazos.

Al principio, te sorprende o piensas que el hombre se estará ubicando, con lo cual lo dejas estar. Los problemas empiezan a llegar cuando quieres ejercer tu derecho a ocupar el reposabrazos y te encuentras con que el codo del abuelito feliz ha tomado posesión del reposabrazos como si fuera una parcela en la Costa del Sol. Es entonces cuando comprendes que- si bien el pobre no anda fino en etiqueta a bordo y no le puedes reñir por ello-, vas a tener que pelear por tu derecho a utilizar parte del reposabrazos.

La pelea, absurda y baladí en un principio, empieza a tomar tintes indignados a medida que el codo va adentrándose en tu espacio vital robándote lo más preciado dentro de un avión: el espacio. Lanzas entonces el contraataque. Buscas un ángulo libre en el reposabrazos, lanzas el contacto, y con una presión leve pero constante intentas desplazar tu brazo a lo largo del apoyo intentando ganar milímetro a milímetro. Los pasajeros habituales y razonables suelen responder a este tipo de contacto físico con cierta tolerancia, cediendo parte del espacio. Pero el abuelo debía andar algo falto de contacto físico, porque no le hacía ascos a la presión de mis movimientos.

La lucha se prolongaba por minutos y llegaba a momentos de ser casi obsesiva. Pero, de vez en cuando, llegaban las victorias parciales: ese momento en el que tú acababas antes con la comida o en el que el susodicho salía al baño y tomabas posesión de la posición de ventaja en el reposabrazos vacío con la que regresar a la siguiente batalla. También, las derrotas parciales: ese infausto momento en el que quisiste poner una nueva película y levantaste el brazo del reposabrazos para manejar la pantalla plana y tras el que, a la vuelta, te encontraste un codo firme y bien aposentado en un espacio que, en parte, estaba reservado para ti.

Fueron ocho horas de competición imparable y, también, de cierta frustración. Pero, claro. ¿Cómo le montas una escena en el avión a un abuelo perdido entre la inmensidad tecnológica y que encima se enfrenta al reto de meterse más de 20 horas de vuelo para volver a su país de acogida?

El reposabrazos, ese creador de conflictos

Esto fue el detonante que me ha llevado a pensar en qué situaciones se pueden dar al compartir un reposabrazos con otro viajero y qué podemos hacer en ellas.

En realidad, podemos encontrarnos con tres situaciones:

1.- No nos interesa el reposabrazos.

2.- El reposabrazos nos interesa, pero somos razonables y reconocemos el derecho de nuestro pasajero vecino a utilizarlo.

3.- Quiero el reposabrazos para mí solo.

Dado que se trata de la conjunción de los intereses de dos personas diferentes, podemos combinar estos tres elementos para enfrentarnos a seis situaciones distintas.

En tres de esas seis situaciones, la convivencia es absolutamente pacífica: Si nadie quiere el reposabrazos, no hay problema. Y, si lo quiere uno y el otro no, no hay motivo para discusión.

En el caso de dos personas diplomáticas que- por cierto, suele ser el más normal- el reposabrazos se comparte de manera más o menos razonable, aunque siempre pueden surgir algunas tensiones puntuales.

Los problemas surgen en el caso de que una persona que quiere utilizar su reposabrazos se encuentre con alguien que quiere monopolizarlo. En ese caso, la pelea está servida. Pelea que, muchas veces, se juega sutilmente y en silencio; pero que puede degenerar en altercados desagradables si llevamos el orgullo de no dejarnos invadir un espacio que sentimos que nos pertenece por derecho hasta límites desagradables. Por lo general, quien intenta monopolizar el reposabrazos y está inmerso en la batalla no suele tomarse muy bien las reclamaciones de personas más razonables.

¿Os ha pasado a vosotros alguna vez?

PD: Algunas semanas después del artículo original, nuestras amigas del blog Umami Travel se han inspirado en él para escribir este artículo divertido y real como la vida misma sobre los pasajeros más molestos en los aviones. Muy recomendable.

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