He dejado pasar varios meses tras acabar la Madrid-Segovia de 2013 para publicar mi relato de la prueba, tratando de escapar de los efectos del exceso de endorfinas que transmiten los artículos que se escriben sin tiempo a reposarla. No obstante, pese a haberla dejado reposar convenientemente, veo que los recuerdos de la carrera están trufados de emociones y momentos inolvidables.
La Madrid-Segovia de 2013 era mi tercera tentativa en las carreras de 100 kilómetros después de sendos intentos fallidos en la Madrid-Segovia de 2011 (donde disfruté y pagué la novatada en el kilómetro 63) y los 100 kilómetros de Colmenar Viejo de este año (con la espinita clavada de tener que abandonar a 14 kilómetros de la meta por una inoportuna tiritona).
La experiencia y el entrenamiento
Una de las grandes enseñanzas de la prueba ha sido la importancia de la experiencia: el saber cómo prepararse, cómo dosificarse y cómo manejar tu estado físico y de ánimo adquirido en intentos anteriores ha sido fundamental en el éxito de este año. Los 100 kilómetros, no obstante, son una prueba que puedes realizar tan pocas veces al año que muchas veces es difícil conseguir esa experiencia. Pero cada tentativa supone un enorme progreso.
La carrera era un proyecto pendiente desde aquella retirada del año 2011, pese a lo que casi acabé inscribiéndome de casualidad. Mis primeras búsquedas de información las hice en mayo, cuando el plazo de inscripción llevaba abierto pocas semanas, y tuve la suerte de poder hacerme con una de las plazas que se acabaron en escasos días. A partir de ahí, había que tener clara una cosa: era fundamental mantener una constancia de entrenamiento para llegar a la prueba de septiembre con garantías de completarla.
La Madrid-Segovia es una carrera difícil de entrenar. No tanto por lo que es el entrenamiento de ultrafondo en sí, que es más que nada constancia; sino más por la época del año en que se corre. Llega en septiembre, muy pocas semanas después de las vacaciones, por lo que es muy difícil encontrar el tiempo para entrenar adecuadamente. A ello se suma, además, el tremendo calor del verano, que hace que las condiciones de entrenamiento -especialmente en Madrid-, sean muy duras.
En mi caso, elegí la Casa de Campo para la mayor parte de las series de entrenamiento, intentando apurar al máximo posible las horas de luz solar. La temperatura es siempre más baja allí que en el resto de la ciudad y la sombra de los árboles te beneficia. A ello le añadí sesiones frecuentes de gimnasio y estiramientos.
No obstante, en las épocas de más calor, es inevitable que tu rendimiento caiga o llegues a pasarlo mal. En una ocasión, incluso, cometí la locura de intentar hacer un simulacro de carrera en un tramo Fuencarral-Colmenar en horas centrales del día a principios de septiembre.
El entrenamiento fue la clave del éxito. Después de la carrera, varias personas me preguntaron que en qué momento supe que iba a llegar. Yo les contesté: «El día que completé el último entrenamiento».
La salida
No recuerdo haber pasado unos minutos tan malos de tensión antes de empezar mi carrera como los de la primera Madrid-Segovia. Este año, que había puesto muchísimo más esfuerzo y mucho más interés en la carrera que otros, pensaba que iba a ser peor. En realidad, la ansiedad no fue tanta. Los minutos anteriores a las salidas son siempre los peores momentos de las carreras de ultrafondo, en los que se mezclan tensión, con ilusión y ganas de comenzar; pero este año no fue tan malo. Simplemente, fui estirando poco a poco y escuchando las conversaciones de las decenas de grupos de amigos y conocidos que iban a compartir conmigo la ruta y que pasaban los mismos nervios previos que yo junto a la entrada de una de las torres de la Plaza de Castilla.
La salida es como descorchar una botella de champán. Todos sacamos la adrenalina acumulada y nos mentalizamos de que la carrera ya ha empezado. Muchos trotamos. No tanto por competir, sino por quitarte la ansiedad. No tiene sentido correr cinco o seis kilómetros cuando te esperan 95 por delante, pero necesitas que tu cuerpo se entone y se saque de encima la impaciencia. Así que trotas.
Atravesamos las calles de Fuencarral ante la curiosidad de los viandantes madrugadores que hacen las cosas típicas de una mañana de sábado: ir a por el pan, bajar a desayunar al bar o volver de fiesta. A los lados de la carrera, amigos y familiares sacan fotos y nos animan. Hay ambiente de día grande y los kilómetros de asfalto pasan rápido hasta que, de repente, como por arte de magia, aparece la tapia del cementerio de Fuencarral y transforma los edificios modernos de Montecarmelo en un secarral que se extenderá hasta Colmenar Viejo.
En los caminos de tierra, algunos empezamos a racanear el trote en las cuestas, pero aún vamos en un pelotón que se va estirando poco a poco. Es el momento de hablar, de intercambiar impresiones sobre ritmos y recorrido y conocer algo más a compañeros de ruta con los que, quizá, no compartas ritmo en 10 kilómetros.
Me pongo a la altura de Joaquín, un hombre de mediana edad, y trotamos suavemente hasta el avituallamiento de Tres Cantos. No nos conocíamos de nada, pero hasta Cercerdilla nos iríamos encontrando en las entradas y salidas de los avituallamientos intercambiando saludos e impresiones. Es una de las cosas más grandes de estas carreras: la unión que sientes con el resto de corredores.
El avituallamiento de Tres Cantos es siempre uno de los puntos más festivos de la carrera. A los 15 kilómetros, aún hay fuerzas y ánimos para estar festivos y aún los corredores vamos agrupados, por lo que cruzar el puente de la Carretera de Colmenar y tomarse el primer refresco del día siempre se hace con cierta alegría. Para mí, es el punto a partir del que realmente empieza la tensión de la competición.
De Colmenar a Manzanares
De Tres Cantos a Colmenar el recorrido es bastante insulso. Lo salva sólo una pequeña chopera casi a la salida de Tres Cantos, donde nos esperaba la agradable sorpresa del fotógrafo Sebastián Navarrete haciéndonos fotografías personalizadas a todos los corredores. En una carrera donde sabes que no vas a ganar, estas fotos siempre tienen un cierto aire de trofeo.
A partir de ahí, una subida continua hasta Colmenar, que se dulcifica en los últimos metros con los aplausos que nos dedican a todos quienes han venido a animar a sus amigos y familiares. Sólo quien ha corrido se puede imaginar el ánimo y la energía que dan en mitad del esfuerzo los aplausos de completos desconocidos.
En Colmenar Viejo está el primer punto de descanso. Aún no ves el agotamiento que verás en los siguientes avituallamientos, ni la sensación de no retorno que vivirás en Cercedilla; pero sí notas que empieza lo serio. Haces un recuento rápido de daños y ves que aún no hay nada que moleste: no hay rozaduras, ni dolores. Se preveía un día caluroso, pero hasta mediodía algunas nubes lo han hecho mucho más suave. Sabes que es fundamental y que cada hora de calor te hace más difícil seguir avanzando. Comes mucho, aunque aún no tengas hambre; bebes todo lo que puedes, en previsión del calor que vendrá. Cargas comida y barritas en la mochila y vuelves a salir media hora después con la impresión de que es en ese momento donde realmente comienza la carrera.
Atraviesas las calles de Colmenar sintiéndote raro entre la gente corriente que pasea o va al mercadillo. Te sientes un poco intruso en la vida de la ciudad y tienes ganas de salir lo antes posible al campo. Desde allí, te esperan varios kilómetros de caminos impracticables y pedregosos. Tras el puente medieval sabes que el camino se suaviza y tienes tiempo para relajarte disfrutando de la vista de las montañas cada vez más cercanas. Un deportista invidente y su guía me adelantan y aprovecho para seguirles el ritmo hasta el vertiginoso descenso a Manzanares el Real, donde parece que la mole de la montaña se te echa encima.
Manzanares es un punto agradable de la carrera. Allí pasas la distancia del maratón y, además, llegas después de una bajada que te ha permitido unos minutos de respiro. Cuando llegamos al avituallamiento, Isa -que está de voluntaria y a la que conozco como mi ángel de la guarda durante las horas malas de mi retirada en la carrera de Colmenar- está que no para poniendo platos de pasta y bebida al grupito que nos hemos juntado en los últimos kilómetros. Los voluntarios de esta carrera son impresionantes. Los macarrones con tomate son de los más sencillos que uno puede comer, pero qué bien sientan.
Mataelpino y la Barranca
De Manzanares a Mataelpino el camino da una tregua. El tramo es corto y casi llano. Lo que no perdona es el calor. Son las horas centrales de la tarde y casi no hay árboles al lado del camino para protegernos. Todos paramos en la fuente de la ermita de mitad de camino y nos refrescamos antes de llegar a Mataelpino.
Mataelpino es un lugar especial en esta carrera. Es el ecuador, el kilómetro 50, pero el lugar en sí es un pequeño remanso de paz y tranquilidad en mitad de la carretera. El avituallamiento- repleto de chocolate, membrillo y frutos secos- está en la placita del pueblo, junto a los soportales del Ayuntamiento donde los de Protección Civil nos dan charleta y nos dicen que el primero ha pasado por allí cuatro horas antes. Al lado del Ayuntamiento, el pilón da un agua fresquísima y algún participante se toma la licencia de sentarse en la terraza de la plaza a bajarse un botellín ante lo que le espera.
Pero Mataelpino es también el inicio de la parte clave de la carrera. De mi participación anterior sabía que los cerca de 13 kilómetros hasta Cercedilla, pasando La Barranca, eran la clave para saber cómo iba a acabar. Hacía dos años, allí llegaron los dolores en los gemelos y las rozaduras que me obligaron a abandonar. Por eso, Mataelpino es el último punto para prepararse para el desafío. Te revisas y te mentalizas para lo que viene.
La Barranca es el tramo más feo, para mi gusto. Llegas a una hora en la que aún pega el calorazo, sin una sombra y el camino se hace desagradable. La cañada ya no es ancha, va culebreando alrededor de veinte centímetros de tierra por entre rocas y matorrales que, a veces, tienes que apartar con las manos. Las moscas de las vacas comienzan a pegarse a ti y no te dejarán hasta llegado Cercedilla. A lo lejos, en la ladera, ves casi todo el recorrido el antiguo hospital de la Barranca, pero sabes que te va a costar horrores llegar hasta allí.
Odio ese tramo. Odio las moscas que se me pegan, el calor que me deshidrata y tener que estar pendiente de por donde gira el camino. Y odio, sobre todo, cuando el sendero vuelve a desembocar en una recta ancha y prolongada donde parece que ya ha acabado todo, pero sube, sube y sigue subiendo…
No obstante, este año me encontré unas curiosas aliadas para soportar estos kilómetros de subida. Precisamente al comienzo de esa recta final, coincidí con un grupo de chicos que venían de campamento y tres adolescentes sintieron curiosidad por lo que estábamos haciendo por el monte y me pidieron acompañarme unos metros, hasta el desvío de las colonias donde estaban. Subimos juntos cerca de un kilómetro, comentando cosas que comentan niñas de 14 años que le tratan a uno de usted, te ofrecen Malteesers y dicen que «se tiene que adelgazar mucho con eso» cuando les cuentas lo que estás haciendo. Parece mentira como una conversación absurda durante un kilómetro de subida te hace olvidarte de la pendiente.
El avituallamiento de La Barranca es una mezcla entre hospital de campaña y respiro de alivio. Los voluntarios lo han colocado a la sombra de unos árboles, ya muy cerca de la carretera, y han puesto en el suelo unas esterillas donde están tirados tres corredores. En ese momento muchos corredores nos damos cuenta que ya no habrá nada que pueda pararnos para llegar. Bebo con ganas, mientras un corredor que acaba de llegar se tira al suelo. Le ayudo como puedo y le sujeto la cabeza mientras vomita. Estás tan pendiente de tu propio ritmo que, a veces, te olvidas de lo brutal del esfuerzo. Yo me doy por conforme con lo que llevo: por el momento, la rodilla duele en las bajadas y el abductor en las subidas, pero no lo suficiente para plantearme la retirada.
Cercedilla
De La Barranca sales aliviado y haces los pocos cientos de metros por carretera que te llevan al siguiente sendero con cierto alivio y disfrutando de las vistas impresionantes que tienes desde la Sierra. Sin duda, una de las imágenes más bonitas de todo el día. Hay unos cientos de metros más de subida antes de empezar la bajada a Cercedilla que te hacen impacientarte, pero una vez que te encaminas al segundo punto de descanso, todo se pone de cara.
En el camino, de vez en cuando encuentras gente que te pasa y otros a los que vas pasando. A alguno de ellos, le ves mal y te salen del alma unas palabras de ánimo o quizá un rato de caminata conjunta. Casi todos se retirarán en Cercedilla.
El polideportivo de Cercedilla está a la entrada del pueblo y, en la carrera, tiene tanto de centro de estrategia como de área de descanso. Es el punto de no retorno. Entre Cercedilla y Segovia ya no hay ningún pueblo en el que decidir acabar la aventura, por lo que si te lanzas a ella tienes que hacerlo con todas las consecuencias. Es el momento de tener la cabeza fría y palparse el cuerpo y el alma, sabiendo que -si sales con dolor- las horas que te queden pueden ser de las más dolorosas de tu vida. Hay que pensar.
A la entrada, me encuentro con Joaquín que está de salida. Será la última vez que le vea durante la carrera. Iba fresco, así que supongo que llegaría un par de horas antes que yo. Allí me voy encontrando también con otros corredores con los que parece que nos vamos persiguiendo: a veces me adelantan, a veces les adelanto… Con ellos acabaremos celebrando el triunfo conjunto en Segovia.
El patio del polideportivo de Cercedilla está lleno de actividad. Los corredores estamos sentados en el suelo disfrutando de la paella que nos ha preparado la organización. Muchos de ellos aprovechan el rato para encontrarse con la familia y los amigos que les estaban esperando allí, así que hay bastante gente. Es momento de seguir preparando la estrategia: cambiarse de ropa, poner las primeras tiritas y coger la ropa y las luces para la noche. Los fotógrafos de la organización documentan el proceso.
Es la hora de salir, el ahora o nunca. Sabes que no hay vuelta atrás, que no hay retorno. Que lo que te espera incluirá una dosis de dolor y sufrimiento. Estás ansioso. Y estás feliz. Sabes que ya nada podrá pararte.
Atraviesas Cercedilla ante las miradas distraídas de la gente. De repente, alguien te regala un aplauso o una palabra de ánimo y te sientes más fuerte. Pero giras en la curva de la estación de ferrocarril y, frente a ti, te espera la realidad de los próximos 13 kilómetros: la soledad de la subida al Alto de la Fuenfría.
La Fuenfría
Comencé la subida a la Fuenfría cuando ya la tarde estaba cayendo y poco tiempo después tuve que ponerme la luz frontal para seguir viendo. El mapa y los comentarios de los corredores dicen que los cinco primeros kilómetros son los duros y que, luego, la subida se hace mucho más relajada. Pero, en realidad, subes, subes, subes y sigues subiendo esperando ese descanso que no llega hasta dentro de mucho. Ya se ha hecho de noche y pones el piñón fijo, mientras esperas que se acabe el tramo de carretera por el que van bajando los coches. Te da miedo que no te vean y te lleven por delante.
El abductor tira y molesta, pero no es nada grave. Mantienes el ritmo. La frecuencia de zancada es buena, pero como no la haces demasiado larga, ves como gente que viene por detrás te va adelantando. A veces aprietas y te unes a alguno de ellos por unos kilómetros para subir en compañía. Hablas de lo que has pasado, lo que te queda y de historias de otras carreras. Las conversaciones ya no son de ilusión desenfrenada como al principio; son de compañeros en el sufrimiento.
Tras una curva fuerte en la Carretera de la República la pendiente se modera y sabes que lo peor de la subida ha pasado. Se abre ante ti, de pronto, un mirador desde el que ves la inmensidad del Madrid iluminado. Dejo a mis compañeros y me quedo en él un par de minutos, lo suficiente para no quedarme frío. Una vista inolvidable.
Ya se intuye la cima, pero el camino sigue tirando hacia arriba. De repente, las luces que avanzaban unos metros por delante de mí se quedan paradas y se dejan alcanzar. Hay un compañero caído. Nos cuesta que vuelva en sí, pero lo conseguimos. Nos dice que se estaba poniendo un guante, tropezó, se cayó y se quedó dormido en ese mismo momento. Vemos que está agotado y que necesita seguir los pocos metros que quedan hasta el avituallamiento para rehidratarse y alimentarse. Le damos una pastilla de glucosa y le acompañamos hasta la cima.
Allí nos está esperando un avituallamiento improvisado con una furgoneta y una mesa de camping. Tiene cierto encanto. El voluntario de la furgoneta ha puesto flamenquito a buen volumen -pese a que la Guardia Civil ya le había pedido que bajara el sonido- y la luz del camping gas nos recuerda a una acampada veraniega. Son los estertores del verano. Nos sentamos sobre un tronco en el límite de la provincia de Segovia y, aunque no hace frío, el café caliente nos sabe muy bien.
Quedaban 20 kilómetros de descenso hasta Segovia y pensaba que había pasado lo peor.
El descenso
No fue lo más exigente, pero sí la parte más incómoda. Me vino entonces a la cabeza lo que me había dicho otro corredor unos kilómetros antes: «Hacer la bajada de noche es duro. Vas entre árboles y no ves nada alrededor. Son casi diez kilómetros que estás como en un túnel«. Y así fue. Lo que ayudó la bajada, se lo cobró el cansancio acumulado, las ansias por llegar y la oscuridad de diez kilómetros por los pinares de Valsaín.
Las plantas de los pies empezaron a cobrarse el dolor de los miles de pasos anteriores. Por los laterales de la carretera, las agujas de pino secas aliviaban la dureza del asfalto, pero el dolor iba a más. La rodilla también molestaba. Intenté trotar un poco y aprovechar el camino favorable, pero no puede ir más allá de unas decenas de metros. En un momento de la bajada, la luz del frontal reflejó unos ojos que me miraban. Quise acercarme al gato o lo que fuera que me estaba contemplando, pero en cuanto me acerqué con la luz desapareció como había venido.
Más extraño aún fue lo que sucedió un par de kilómetros más tarde, en lo más profundo y oscuro de los pinares, cuando comienzo a escuchar detrás de mí un alarido continuo. Giré la cabeza y pude ver sólo la luz frontal de un compañero. El alarido se fue acercando y se convirtió en una serie de gritos descarnados. Cuando ya lo tenía encima, miré hacia atrás. Fue entonces cuando un hombrecillo mayor con barba blanca me pasó caminando a toda velocidad. Ante mi cara de estupefacción, dijo sólo: «Estos Mojinos…» y siguió caminando como si nada mientras por los altavoces que llevaba a todo volumen se podía escuchar: «Y ella… ella se llamaba Manolo. Y tenía un agujero solo«.
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Cruzas los pinares sin más horizonte que un claro que se te abre de vez en cuando y que te deja intuir las luces del horizonte, sin más visión que los dos o tres metros que te permite intuir la luz de tu frontal. Todo lo que pasa te aparece sin avisar. La moto de la Guardia Civil que te adelanta, el caminante a buen paso que te deja atrás… y también los ciclistas que nos venían del avituallamiento y nos indicaban lo cerca que estábamos.
La luz, por fin. La luz del avituallamiento de la Cruz de la Gallega, a sólo 10 kilómetros de Segovia. Un café caliente y cinco minutos sin los zapatos puestos que le sientan de lujo a mis maltrechos pies. Reparo en un chico que está abatido en una silla junto al avituallamiento y recibe atención. Le ha dado la tiritona, pero aún tiene interés de seguir. Pregunta cuanto queda. Me quedo mirándole y me veo a mí mismo tirado igual que él cuatro meses antes en un polideportivo de Tres Cantos. No sé si ya lo intuye, pero para él se ha acabado la carrera. Y es lo mejor. Pero me viene a la cabeza el sentimiento de frustración e impotencia de sentir que te has quedado a nada de la meta. Quiero acercarme a decirle algo, pero no se me ocurre el qué. Nada consuela a alguien que ha recorrido 90 kilómetros para retirarse a las puertas de Segovia. Al final, no le digo nada. Me da vergüenza. Sé que le queda una espinita clavada. Y sé, también, que algún día se la quitará.
Segovia
El primer kilómetro tras el avituallamiento es un camino de cabras. Senderos mínimos que saltaban de piedra en piedra y paradas constantes para buscar con el frontal la marca siguiente. No era demasiado duro, pero toda una tortura cuando se llevan 90 kilómetros encima. En este tramo me ha adelantado un grupo grande en el que destacaba un invidente agarrado a una especie de tronco de madera que llevaban dos compañeros. Fueron los últimos que lo hicieron. A partir de ahí fue mi turno de ir ganando alguna posición adelantando a los que llegaban al límite de sus fuerzas.
El camino se ha suavizado de repente al cruzar una carretera. Ya es ancho y la tierra es más suelta. Las luces de Segovia ya nos iluminan la noche y empezamos a tener referencias. Cruzamos las vías del AVE y pasamos de largo desde lejos la estación. Ya casi saboreas tu triunfo cuando atraviesas el paso inferior de la circunvalación de la ciudad y todo deja de dolerte cuando te iluminan las farolas de la capital. Parece que todo está tan cerca… pero aún hay que llegar. A dos kilómetros de la meta me encuentro a dos compañeros casi parados. A uno de ellos no le ha aguantado la pierna y tendrá que seguir a su ritmo. Les dejo todo el ánimo que puedo y sé que los veré en la meta.
Una rotonda y entras en la ciudad de Segovia. Son casi las tres. La ciudad está vacía y sólo quedan tres o cuatro chavales que han prolongado la fiesta para recibirte. Casi todo cuesta abajo. Te dejas ir. En una calle amplia ves a alguien que te precede y a otros que van detrás. Alguien te adelantará en esos últimos metros y tú adelantarás a alguien.
Te ataca entonces la ridícula vanidad que tú criticas siempre en el futbolista. Te ríes cuando te dice en las cosas en las que piensa cuando está llegando a la meta, pero las estás pensando en ese mismo momento. En ese último kilómetro te vienen a la cabeza todas las sesiones de entrenamiento y piensas en todos aquellos que te han apoyado en tu reto. También te ataca otra vanidad: la de imagen para la posteridad. Piensas en la foto que te espera en la meta y te arreglas un poco. Te quitas la luz frontal y sonríes.
Entonces te adentras por una breve calle que -a los pocos pasos- te muestra los arcos del Acueducto y los aplausos de aquellos que están junto a la meta esperando a sus seres queridos rompen el silencio de la noche. Y haces la última curva. Y ves el arco de meta con el reloj.
Y llegas.
En la meta ya no queda casi nadie. Apenas Anna Giustolosi, la organizadora, con los dos o tres voluntarios que te ofrecen un chocolate y te ponen el último sello de tu rutómetro en un gesto que significa el final de la aventura. Unos segundos de euforia, unas palabras con los dos o tres compañeros con los que coincides en la meta y, rápidamente, hacia el polideportivo antes de que te quedes frío.
Es entonces cuando te llega- de repente- todo el dolor acumulado durante el día. Te acercas al Acueducto, lo tocas como queriendo palpar que has llegado de verdad, y subes por las escaleras paralelas a él hasta el polideportivo, donde te esperan las enhorabuenas de tus compañeros, el agotamiento y los analgésicos que te ayudarán a soportar el dolor durante dos o tres días.
Poco tiempo después, ya cambiado, sale el autobús que te devuelve a Madrid. Desde la ventanilla, a la altura de la rotonda por la que entraste a Segovia, aún ves como siguen llegando tus compañeros. Y, por un momento, vives en ellos la misma sensación de alegría del final de tu carrera.
ley todo lo de la carrera para mi fue algo muy emosionante y sueño con poder algun dia hacer lo mismo dios te bendiga ciempre