Hace unos días, no recuerdo en qué medio, pude leer la entradilla de un reportaje en el que se hablaba de una filosofía de vida basada no tanto en el aumento de los ingresos, como en el control de los gastos. Es cambiar la idea de ganar más para poder gastar más por gastar mejor para no tener la necesidad de ganar más. Un estilo de vida que tradicionalmente se ha relacionado con hippies, comunidades alternativas o viajeros permanentes. ¿Pero lo de vivir mejor con menos es realmente factible en la sociedad de hoy? ¿Qué criterios hay que tener en cuenta para emprender esta aventura vital?
No llegué a leer el reportaje entero, así que si alguien recuerda el medio en qué se publicó y me lo puede incluir en los comentarios se lo agradecería mucho. Pero lo cierto es que, ahora que la crisis arrecia y la presión laboral empeora, son cada vez más las personas que expresan su voluntad de dejarlo todo e intentar vivir mejor con menos dinero. La frase «dejarlo todo y ganarme la vida montando un chiringuito» ha sido bastante frecuente en mi entorno en los últimos años. Si cada persona a la que se la he escuchado hubiera montado de verdad un chiringuito, no habría espacio suficiente en las playas españolas para todos ellos. Para muchos es una voluntad imaginada, ni siquiera pensada. Otros, los menos, analizan la idea con interés sin atreverse a llevarla a cabo y sólo unos pocos se lanzan a la aventura.
Pero, de vez en cuando, nos encontramos en los medios a personas como Jorge Sánchez –autoproclamado la tercera persona más viajada del mundo– o el Biciclown, que han llevado su forma de vida alternativa a extremos en los que incluyen grandes viajes. Incluso en el mundo de los blogueros se empieza a escuchar hablar de autores que han cambiado su ritmo de vida sedentaria por otro más imprevisible.
Unas reflexiones previas
Llevo escuchando desde hace varios años la sugerencia de reducir el consumo como medio para mejorar el nivel de vida o, al menos, para reducir nuestra necesidad de ingresos. Es cierto que ésta lleva a una pérdida de elementos materiales a nuestro alrededor, pero también lo es que es una bola de nieve que suele llevar a aún más consumo. Sus partidarios afirman que vivir con menos consumo acostumbra al individuo, a medio plazo, a menos necesidades materiales y, con ello, a una menor dependencia económica del mercado laboral y a la posibilidad de disfrutar de más tiempo libre.
Ya no se trabaja sólo para comer o satisfacer necesidades básicas, sino para conseguir una realización personal. Cuanto más se trabaja, se dispone de más dinero para gastar. Paradójicamente, en mi caso, cuanto más trabajo gasto menos dinero por la sencilla razón de que no tengo tiempo para gastarlo. De ahí se puede ahorrar o, como veo frecuentemente en mi entorno, aprovechar ese excedente de dinero para emplearlo en lujo o productos innecesarios. Es como una botella de champán. Al abrirla, el corcho salta y se derrocha una importante cantidad de producto con mucha fuerza. Sin embargo, en una botella ya abierta el líquido puede salir en cualquier momento, sin necesidad de esperar a que se abra para gastar la fuerza almacenada.
Recuerdo el caso de un conocido que me hablaba de todo lo que estaba trabajando y que le gustaría comprarse un coche de lujo y una moto de alta cilindrada. Le pregunté que para qué quería las dos cosas, si mientras conducía una no podría conducir la otra. Me faltó añadir que mientras estuviera trabajando en su oficina hasta altas horas de la noche no podría conducir ninguna de las dos.
Es el caso de padres que se desloman «para darle una buena educación a sus hijos» sin pararse a pensar en que, quizá, la mejor educación que podrían tener sus hijos se la podrían dar pasando más tiempo con ellos.
Son reflexiones que uno se puede hacer tomándose una cerveza en una terraza del barrio de pescadores de Olhao (en el Algarve) sabiendo que se paga por ella la mitad que en Madrid. Posiblemente un topicazo de viajes viciado por la ociosidad de las vacaciones o el relax de la situación, pero no por ello menos curiosas.
Gastar menos, pero hay que seguir ingresando
Una crítica frecuente es que tener este modo de vida implica acabar con el sistema social y económico actual. Nada más lejos de la realidad, en mi opinión. Es cierto que lo ralentizaría y reduciría su dimensión, pero seguiría siendo perfectamente válido en un formato mucho más reducido.
Porque, evidentemente, aunque queramos vivir con menos hay una serie de necesidades básicas que hay que cubrir día a día y la única manera de hacerlo es trabajar de alguna manera para conseguirlo. Ahora bien, cuanto menores sean nuestras necesidades básicas, más libertad tendremos a la hora de elegir cuánto tiempo y de qué modo utilizamos este trabajo. Es decir, en lugar de ajustar nuestros gastos a los ingresos que tenemos se trataría de ajustar nuestros ingresos a los gastos que provocan estas necesidades básicas: alimentación, vestido, calzado, salud y educación, alguna afición que nos motive y algo de ahorro para cubrir imprevistos futuros.
La cuestión es, ¿cuánto necesitamos para cumplir con nuestras necesidades?
En muchos casos, la necesidad de buscar trabajo nos lleva a las grandes ciudades, donde el coste de cumplir con unas necesidades básicas es mucho mayor que en otras zonas del país o del mundo. El precio de la vivienda, el de los alimentos y el ocio o requisitos como disponer de transporte privado o recurrir al público nos obligan a cargar ya desde el primer momento a contar con una lista de gastos mucho más abultada que residiendo en otro lugar. Por tanto, elegir bien el lugar de residencia puede suponer una manera de vivir con menos gastos.
Una vez hecha esta consideración básica, aparecen tres formas fundamentales de conseguir el dinero necesario para vivir con unas necesidades más ajustadas: trabajos esporádicos, vivir de las rentas o el trabajo a distancia.
La forma clásica de ganar dinero en esta forma de vida es, evidentemente, el trabajo. Sin embargo, en muchas ocasiones se trata de un tipo de trabajo muy diferente al habitual. Es lo que vulgarmente se conoce como «trampear». Las menores necesidades económicas permiten que basten trabajos a tiempo parcial o de temporada para poder vivir el resto del año y dan la libertad de poder renunciar a determinados puestos a cambio de otros menos remunerados, pero más placenteros. Sectores como el turismo, la hostelería o la agricultura son buenas opciones. Es más, aunque este tipo de modo de vida esté visto como propio de «vagos», hay que decir que es una fuente enorme de emprendedores y creadores de pequeñas empresas que disponen de más tiempo y una visión más amplia para ofrecer pequeños servicios muy adaptados a las necesidades de sus clientes.
Otra manera de vivir con menos ingresos, muy habitual a partir de ciertas edades, es reunir un capital ahorrado después de años de trabajo convencional y muy duro -o vender las propiedades en posesión-, invertirlo y vivir de las rentas en lugares donde las necesidades económicas sean menores. Es el caso de muchas personas que se han sentido «quemadas» por sus trabajos o vidas anteriores y han decidido dejar de pisar el acelerador. La gran pega de este sistema es que no se une a él quien quiere, sino sólo quien puede.
La tercera opción es la más novedosa y tiene un amplio camino por recorrer. El teletrabajo permite a muchos profesionales una forma de vida alternativa a la que estaban llevando hasta ahora. Poder trabajar desde casa permite elegir un lugar para vivir más barato que el habitual. En muchos casos, también, permite elegir el propio ritmo de trabajo y, curiosamente, la productividad individual suele ser mucho mayor que trabajando en oficinas con equipos de trabajo. El ahorro en transporte y tiempos de desplazamiento suele ser decisivo a la hora de tener una mayor calidad de vida.
Los pros de esta forma de vida
Lo de vivir mejor con menos es un estilo de vida que suena muy romántico y del que, a menudo, sólo se piensa en las ventajas. Las fundamentales: mayor independencia a la hora de definir un plan de vida, mayor libertad para gestionar el tiempo y las actividades y más tiempo libre para dedicárselo a la familia o a uno mismo. Hay otras menos visibles, pero también notables: la mejora de la salud y del estado de ánimo, la mejora en las relaciones humanas y con el entorno o la posibilidad de aprovechar ese tiempo para profundizar en inquietudes culturales o humanísticas.
Los contras de esta forma de vida
Los pros son fáciles de imaginar, pero muchas veces nuestro idealismo nos hace olvidar los contras. Es, por ello, por lo que tendremos que estar especialmente atentos a algunos de estos que enumeraremos:
– La interacción social
Vivimos en una sociedad donde la tendencia es seguir un estilo de vida que se nos hemos establecido como modelo. Pretender vivir mejor reduciendo el consumo supone ir contracorriente de lo marcado, por lo que hay que prever que habrá cierto grado de incomprensión y rechazo de buena parte del resto de la sociedad si voluntariamente queremos vivir con menos por reducir nuestros gastos, especialmente de aquellos más involucrados en modelos competitivos.
El participante en un modelo de sociedad competitivo no puede vivir solo, sino que necesita competidores contra los que pelear. Sin nadie contra quien competir, su modelo es inútil. Si su interlocutor no quiere competir contra él, su lucha diaria no tendrá ninguna razón de ser. Por tanto, la incomprensión, la pena o el rechazo que puedan demostrar no serán sino síntomas de su propia desesperación.
Por una parte, nos encontraríamos con personas de nuestro entorno que entiendan que nuestra conducta viene originada por algún estado bajo de ánimo o se trata de una etapa equivocada de nuestras vidas. Son, por lo general, aquellos que están involucrados en la sociedad competitiva y que no entienden que otras personas no quieran estar en ella. Son los que conservan aún la ilusión de seguir creciendo en ella gracias a mayores ingresos y mayores gastos. Dentro de lo que cabe, son bienintencionados, pero algo paternales.
El mayor rechazo o asco, si se quiere definir así, procede de aquellas personas que se sienten en la parte alta de la escala competitiva. Aquellos que creen que han ganado algo y que, por tanto, son superiores al resto de la escala. Cuando estas personas encuentran a alguien que no quiere seguir su juego, pero que parece feliz, recurren habitualmente al desprecio, a calificativos despectivos: «hippie», «vago», «excéntrico» o, en el peor de los casos, les acusan de ser «parásitos» del sistema que creen liderar.
Para superar a ambos, hay que ser suficientemente fuerte mentalmente para afrontar este rechazo o incomprensión social, incluso viniendo de círculos muy cercanos.
– Desaprender y renunciar a costumbres
Hemos sido educados para pertenecer a una sociedad donde la maximización es la clave: maximización de ingresos, maximización de ingresos, maximización del nivel de vida y -con ello- maximización de la felicidad. Son muchos años de adaptación a este sistema que hay que cuestionar y replantearse. La clave es cambiar el concepto de maximización -cuantos más recursos, mejor para todos- por el de optimización -cuanto mejor utilicemos los recursos disponibles, mejor para todos-.
No es el único sacrificio para intentar vivir mejor con menos. Hay otros pequeños detalles que obligarán a cambios muy importantes en la estructura de la vida cotidiana. Un traslado de ciudad supone dejar a muchos amigos y familiares atrás, así como cambiar muchos ritmos y formas de vida y empezar una adaptación a un nuevo entorno. Habrá que renunciar también a costumbres que antes podían ser muy placenteras para poder reducir nuestros gastos. Las renuncias en el plano personal serán importantes.
Incluso, la frustración puede aparecer al no conseguir el trabajo o la tarea que nos han hecho desear. Es fundamental aprender a estar feliz con lo que se tiene, lo que no implica, necesariamente, renunciar a perseguir otras metas personales superiores.
– La familia
Es una de las frases favoritas en el entorno de los treintañeros: «Cuando tengas un hijo, sentarás la cabeza». Es algo que se da por asumido, pero que se toma erróneamente por una afirmación definitiva. Tener un hijo, efectivamente, supone un incremento de los gastos, pero también una familia completa puede adaptarse a un criterio de reducción de gastos.
Y es que, tener un hijo, se asocia inconscientemente con la introducción de ese hijo en el mismo sistema en el que se ha educado a los padres: cuanto más, mejor. Hay un deber autoimpuesto de tener que dar a los hijos la mejor vida y educación posible. Sin embargo, parece que la única manera de conseguirlo es poniendo más dinero encima de la mesa. Se necesita dinero para enviar a los hijos a buenos colegios, con la esperanza de que reciban una buena educación, pero los padres renuncian voluntariamente a tomar un papel en ella a cambio de trabajar más. Actividades extraescolares realizadas por personas ajenas que se pagan con dinero, mientras los padres renuncian a educar en valores o a compartir aficiones con ellos por falta de tiempo.
Se puede educar a un hijo en la austeridad. Se le transmitirán valores humanos, un mayor aprecio por las relaciones humanas, mejores dotes de inteligencia emocional, se enriquecerán los vínculos familiares y se le enseñará a tolerar y a ignorar las frustraciones producidas por falsas necesidades económicas.
– La ruptura de los compromisos
Todos vivimos en un mundo de compromisos. Nos comprometemos con nuestra pareja, firmamos compromisos de permanencia con nuestro operador de telefonía, se elogia nuestro compromiso en el trabajo o se nos ofrece por parte de un político el compromiso de resolver una determinada situación. El compromiso proporciona estabilidad, y eso es bueno.
Sin embargo, el compromiso tiene un origen extremadamente negativo. El compromiso parte de la falta de confianza. Cuando hay confianza en la fidelidad de la otra parte, el compromiso es innecesario. El compromiso es una muestra de la desconfianza. Quien sabe que tiene un buen producto o un valor humano no necesita invocar al compromiso para mantenerse vinculado. Por lo general, llaman a él aquellos que tienen miedo de perder un cliente, una pareja, un trabajador o un votante. Curiosamente, los que más invocan el compromiso a la hora de un cierto vínculo son los que menos reparos tienen a la hora de romperlo.
El compromiso tiene algo de chantaje y prueba de ello es que su ruptura suele ocasionar penalizaciones emocionales, afectivas o económicas para quien lo rompe. Fomenta la estabilidad, pero también supone la renuncia a elegir otras opciones futuras más convenientes.
Vivimos en una vida de compromisos: con nuestro banco, con nuestra pareja o familia, con nuestro puesto de trabajo, con las asociaciones a las que pertenecemos o las ideas que apoyamos. Elegir otro modo de vida lleva consigo, en muchas ocasiones, tener que romper ciertos compromisos para mejorar. Quien tenga confianza con nosotros lo entenderá. Quien tenga un compromiso con nosotros nos penalizará por ello. No podemos sentirnos culpables. El valor por el que tenemos que trabajar es la confianza, nunca el compromiso basado en la falta de ésta.
– La responsabilidad personal
Nadie repara en ella a la hora de decidir cambiar de estilo de vida, pero es fundamental a la hora de vivir con menos. Gastar menos no implica darse la gran vida y renunciar a todas las responsabilidades. Al contrario, supone incrementar algunas de ellas de modo notable. Esto no es la fábula de la cigarra y la hormiga. Esto es un cuento sobre dos hormigas que vivían en diferentes hormigueros.
El hecho de gestionar muchos menos recursos obliga a tenerlos bajo un mayor control. Hay que ser austero, pero hay que saber prever los imprevistos y necesidades futuras y, para ello, hay que ser disciplinado con el ahorro. No habrá grandes subsidios de paro en el futuro, no habrá ingresos inesperados que nos ayuden en un tiempo de enfermedad, no habrá una jubilación suculenta. Eso nos lo tendremos que garantizar nosotros con nuestro trabajo y, nuestro ahorro. Una gestión correcta de nuestros recursos nos servirá como un colchón que reducirá nuestra caida.
Lo mismo ocurre con otros servicios básicos como la salud o la educación que, dependiendo del país en el que nos encontremos, deberemos costearnos por nuestros medios, sin poder acudir al Estado. Ahorros para afrontar la enfermedad o seguros de salud serán fundamentales en nuestro presupuesto si queremos garantizarnos una buena calidad de vida.
¿Se puede vivir así?
Personalmente, creo que se puede vivir mejor con menos. Otra cosa es que estemos dispuestos a ir contracorriente o a renunciar a determinadas cosas. Nadie ha dicho que sea fácil.
Pero me gustaría leer vuestras opiniones. ¿Creéis que es factible? ¿Merece la pena? ¿Supone poner en peligro el estado del bienestar del resto de la población?
Os invito a que dejéis vuestras impresiones en los comentarios de este artículo.
Claro qe se puede vivir mejor ,tengo dos hijas,y hace tres años decidimos cambiar para darles a ellas y a nosotros una vida mejor .Viviamos en una ciudad ,y en este momento resido en un precioso pueblo medieval de 400 hb.,mis hijas van caminando al colegio ,salen a la calle a jugar ellas solas . El camino es duro a veces ,pero no cambiaria por nada la vida que llevamos ahora , y debo añadir que el dinero no nos sobra ,tengo trabajos esporadicos ,pero salimos adelante .Un saludo y animo .
Genial artículo Rubén, esto ante todo. Esta cuestión lleva muchos meses rondando mi mente, particularmente desde que dejé mi trabajo de oficina.
Para que te hagas una idea he reducido mis gastos mensuales a un 22% de lo que eran hace un año y medio, que se dice pronto. Es cierto que en estos momentos debido a mi residencia en Hungría esto era relativamente sencillo, pero ya me acercaba al 50% de los gastos cuando todavía estaba en Valencia.
Y lo curioso es que mi felicidad ha crecido de forma inversa completamente. Y es que no es una cuestión de gastar menos por el hecho de gastar menos, sino de quitarse de encima esta lacra que a veces llevamos de los comportamientos sociales preestablecidos. Creemos que tenemos que ganar más, gastar más, vivir mejor, estudiar una carrera, tener una familia, sentar la cabeza, y decenas de cosas más por el sencillo hecho de que eso es «lo que todo el mundo hace».
Uno no se suele plantear ya no si necesita hacer una cosa u otra (pues necesidades existenciales tenemos pocos y tampoco es cuestión de convertir la vida en un respirar-comer-dormir), sino si realmente esa cosa que hace es la que realmente más le llenaría en ese momento. Compramos lo que queremos «porque lo hemos visto en algún lado» y no porque objetivamente creemos que es necesario para nosotros.
Leí una vez en un blog sobre minimalismo que la mejor forma de saber lo que realmente necesitas en esta vida es pensar qué llevarías en tu mochila si tuvieses que marcharte para siempre al día siguiente y no tuvieses más que un bulto en el avión. Qué cosas seguirías haciendo en tu nuevo destino, y a qué personas seguirías contactando. Todo lo demás, es prescindible, y no ayuda a mejorar tu felicidad.
Algunas veces leo en internet, algún blog, algún foro etc. diciendo que si quieres vivir barato o jubilarte y vivir barato, te puedes ir a Indonesia.
Siempre contesto lo mismo, en Indonesia, puedes vivir barato o no (lo se por experiencia). Con las mismas necesidades básicas que en España, Indonesia es caro. Quiero decir que en España también, puedes vivir barato o no, todo depende de como quieras vivir ( a lo mejor esto es un poco lioso, pero yo ya me entiendo)
Saludos y buen artículo
Primero felicitarte por el artículo. Muy entretenido.
Claro que es posible vivir gastando menos. Tu mismo das la clave al comentar el precio de una cerveza en Portugal. Lo único es que hay que tomar en cuenta dos variables.
La primera es el nivel de vida de tu entorno. Cuanto más elevado sea este, más fácil será conseguir un buen nivel de vida gastando menos. Es más difícil gastar menos en Cádiz que en Madrid. Ya que suponemos que en Cádiz hay menos en que gastar, y aún así se vive bien.
La segunda es que hay que saber que el modelo actual basado en el consumismo exponencial es imposible que se sostenga. Así nuestras abuelas no trabajaron de manera remunerada Algunas de nuestras madres si lo hicieron ya persiguiendo el importado «American dream», y con la consiguiente pérdida de valores en el nucleo familiar y nuestras chicas de hoy en día están obligadas a hacerlo. De esta manera, y con la excusa de la liberación de la mujer… han conseguido esclavizarlas a ellas también. Ya que la supuesta liberación no nos ha traido la liberación de las tareas domésticas. El sistema no las ha asumido a cambio.
Creo que la decisión es si queremos dinero o felicidad, ya que «… todo lo demás acaba donde empiezan mis pies…»
Pues indudablemente a todos nos gustaría poder llevar esto a cabo, o al menos a mi me gustaría y mi marido lo comparte. Hace ya algún tiempo que hemos comenzado a bajar nuestros gastos innecesarios. Cuando te pones a pensar te das realmente cuenta de la cantidad de dinero que desperdiciamos en cosas realmente inútiles y superfluas que ni nos dan la felicidad ni nos ayudan a vivir mejor. Para nosotros todavía es un largo camino el que tenemos por delante para llegar a conseguirlo plenamente, pero se trata de poner los medios y la intención para ello. Poco a poco hemos visto como podemos ahorrar y ya podemos empezar a pensar en permitirnos trabajar un poco menos para vivir un poco mejor y disfrutar de lo que tenemos, no sirve de nada ganar mucho dinero si hay que trabajar 16 horas diarias y no puedes disfrutar nunca de la vida.
Es mejor aprender a gastar menos y poder disfrutar de cosas gratis como un paseo 🙂